Educar en el encierro-
La rioja. Martes 31.03.20
La rioja. Martes 31.03.20
Hoy he recibido una carta de la madre de una de mis mejores
alumnas. En ella, lo primero que hace es darme las gracias por no atosigar a su
hija con deberes. Me cuenta que ya tiene cinco plataformas de internet
distintas en las que enredar para preparar la tarea diaria de su hija. Una
locura en una situación de estrés como la que vivimos hoy.
Leer esto me ha movido a hacer esta reflexión. ¿Qué nos ha
pasado estos días? ¿Nos hemos vuelto todos locos? ¿Por qué muchos de nosotros
hemos decidido añadir estrés a una situación de por sí ya estresante?
Pienso también en muchos compañeros míos, profesores de
secundaria, excelentes profesionales enterrados bajo el cúmulo de comentarios,
redacciones, ejercicios y actividades que no paran de llegar desde diferentes
plataformas hasta sus escritorios.
Puede que las nuevas tecnologías sean la repanocha,
seguramente son herramientas maravillosas con las que se puede aprender mucho,
pero hoy por hoy están muy lejos de sustituir lo que es una clase presencial,
especialmente con niños y adolescentes.
Una clase es mucho más que contenidos y procedimientos. Una
clase es un ejercicio de creación, de improvisación, en donde las emociones, la
expresividad, el contacto, la sorpresa, el humor y los sentimientos se ponen en
juego para dar algo mucho más allá que una mera transmisión de contenidos.
Quien no siente este oficio no lo comprenderá nunca. Por eso
hay tanta gente empeñada en pensar que esto lo puede hacer cualquiera o que los
profesores pueden ser sustituidos por pantallitas porque… ¡total, cómo no
trabajan nada!
Debemos pensar mucho menos en esas personas y más en la importancia de nuestro oficio para despertar en la ciudadanía la curiosidad, el amor por el saber y la cultura. Un buen profesor no es un asignaturero, si me permiten el neologismo, es un despertador de curiosidad. Si lográramos esto, el saber sería un placer y no una obligación tortuosa.
Debemos pensar mucho menos en esas personas y más en la importancia de nuestro oficio para despertar en la ciudadanía la curiosidad, el amor por el saber y la cultura. Un buen profesor no es un asignaturero, si me permiten el neologismo, es un despertador de curiosidad. Si lográramos esto, el saber sería un placer y no una obligación tortuosa.
Debemos pensar mucho menos en los ignorantes que llevan años
intentando desacreditar nuestra profesión ante la opinión pública y mucho más
en nuestros alumnos, Debemos pensar mucho menos en las programaciones y
bastante más en lo que necesitan las personas que se sientan ante nosotros
todos los días.
Obsesionados con los resultados, las estadísticas, los
informes de los burócratas, muchos de ellos desertores de la tiza porque no
saben ni sabrán nunca tratar con alumnos, estamos convirtiendo nuestro oficio
en una tarea propia de una novela de Kafca. Nos hemos olvidado de leer en las
clases porque no hay tiempo, apenas escribimos porque no hay tiempo, no
enseñamos a los chicos a pensar porque no hay tiempo.
La epidemia que hoy nos sitúa ahí fuera nos ha puesto frente
al espejo y lo que vemos es una imagen distorsionada y absurda de nuestro
trabajo. Produccionista, centrado exclusivamente en la eficiencia y la
productividad, como si trabajásemos con máquinas o como si nosotros mismos
fuéramos máquinas. Todos volcados en dar una programación a toda prisa y en
poner una nota, o dos o tres. Nos hemos olvidado de lo principal: ser humanos.
Así, ante una situación de emergencia, impulsados por unas
autoridades que deben creerse eso de que están al frente a una panda de vagos
(por eso estuvieron castigados en los centros cuando ya no había alumnos) nos
hemos puesto manos a la obra como autómatas. Todos a discutir y a competir por
ver quién tiene la aplicación más eficiente, con mayor capacidad de carga,
educación online, conferencias virtuales, diseñadores de tareas.
La carta de la desesperada madre de familia de hoy me ha hecho
recapacitar una vez más sobre muchas cuestiones que acarrea este oficio. Una de
ellas es que no hay aplicación, ni pantalla, ni programa que pueda competir con
la sensación de estar frente a un grupo de alumnos todos los días y ver sus
caras cuando realmente han aprendido algo, han llegado al conocimiento por sí
mismos o han acertado en una decisión fruto de su propia reflexión.
Y ese debe ser nuestro reto, el de procurar una educación
capaz de hacer a los alumnos pensar, sentir curiosidad, amar el conocimiento. Y
para eso, lo mismo nos da una tiza que una pantalla, porque ambos son recursos
que bien usados llevan al saber. Téngalo en cuenta los que quieren una
educación de esclavos encadenados a las pantallas, vigilados y controlados por
poderoso sistema operativo.
Internet es una herramienta maravillosa, pero sin un bagaje
previo de conocimiento y sentir crítico nos desarma y abruma. Y eso es una
tarea que deben hacer los humanos, con libros, con ideas, con aplicaciones y
con tizas, pero con pausa, con paciencia y con esmero.
Solo así recuperamos la verdadera esencia de la educación, eso
que hace imprescindible a los profesores, a los alumnos y a las familias. Esa
formación que no nos impele a competir en una carrera desenfrenada, sino a
edificar un mundo más humano, mejor, capaz de sobreponerse a la ignorancia, el
miedo y la demagogia.
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